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Empujada interminable

Renault 12

En aquellos tiempos, todos queríamos tener nuestros propio auto, un objetivo bastante pretencioso para muchos de nosotros, que ni siquiera trabajábamos y dependíamos de nuestros padres. Leer más

Texto de Daniel Vadillo.

En aquellos tiempos, todos queríamos tener nuestros propio auto, un objetivo bastante pretencioso para muchos de nosotros, que ni siquiera trabajábamos y dependíamos de nuestros padres.

Mi amigo ya había incursionado precozmente en ese mundo motorizado; su padre le había comprado, tiempo atrás, un pequeño NSU Prinz blanco, bastante caminado por cierto.  Con un motor de dos tiempos mucho más adecuado a una moto que a un auto, su mecánica no resultó para nada confiable. Fue así que nuestro grupo de amigos recorrió más distancia empujando el primitivo artefacto que andando en él. Un vehículo para el olvido.

Recuerdo que al viejo NSU lo sucedió un Mehari, algo muy de moda en aquellos tiempos. Era una especie de Jeep, sin techo ni puertas, con una carrocería de plástico reforzado montada sobre el chasis de un Citroën 2CV. Otro engendro que a mi amigo le trajo bastantes disgustos y, verdaderamente,  no se llegó a disfrutar.

En esta nueva ocasión, mi amigo José estrenaba, con poca  confianza, un antiguo Renault 12 color aceituna que acababa de adquirir. No era gran cosa, aunque sí la mejor opción para organizar algunos viajes, sin la necesidad de depender siempre de nuestros viejos. El motivo de esta nueva salida era pasar un par de días de pesca en la Laguna de Lobos y hacia allí nos dirigimos.

Ya en la ruta, de movida nos llamó la atención que el velocímetro indicara 150 kilómetros por hora. ¡Qué fenómeno este coche! ¡Mirá cómo camina! ¿Será la velocidad real? No parecía… Nuestra duda no tardó en disiparse en el  momento en que un viejo Renault 6, todo destartalado y echando humo, nos pasó como a un poste. Entre elucubraciones, los kilómetros fueron pasando y llegamos, así, hasta el camino de ingreso a la laguna. La clásica parada para comprar las mojarras, y, finalmente, nos estacionamos frente al muelle.

Eran vacaciones de invierno y estaba bastante frío, aunque, con buena ropa de abrigo, el día estuvo soportable. Alquilamos uno de los legendarios botes de aluminio del club local y entramos en calor con unas buenas remadas. Con la pesca anduvimos bastante bien: una veintena de pejerreyes, que nos guardaron en una heladera del club hasta el día siguiente. Resultado excelente para nuestro tiempo, pero nada memorable para esa época.

Al momento de pasar la noche, como había tan solo un pequeño hotel a orillas de la laguna, estacionamos el auto afuera y entramos. No era una maravilla,  se veía bastante precario. El encargado, hombre rústico y desalineado, nos preguntó si queríamos habitación  con agua caliente o sólo con agua fría. Como al parecer había dos categorías, y hacía un frío de locos, pagamos por la “Premium” aunque el agua caliente tardó más de media hora en llegar. Al momento de la cena… ¡Mejor ni recordar!

Arrancamos tempranito a la mañana para encarar nuestro segundo día de pesca con renovado entusiasmo. En realidad, los que arrancamos fuimos nosotros, pero no el auto que, pobrecito, estaba bien blanco y cubierto por una gruesa capa de escarcha. En solo un par de intentos, la batería se murió y allí quedó el Renault, inerte.

Como empujar autos era algo cotidiano en esos tiempos, sin dudar qué hacer, conseguí un par de paisanos  voluntariosos para auxiliarme en la tarea, mientras José se instalaba al volante del súper bólido. Segunda marcha, embrague a fondo, tomar carrera y soltar el pedal. Primer intento, nada; ni un amague de arranque. ¡Vamos otra vez! En esta segunda vuelta hicimos como 100 metros y, de nuevo, nada. Nada de nada.

Recuerdo que fuimos y vinimos varias veces sin ningún resultado, mientras crecía el mal humor de mis circunstanciales ayudantes, ya maldiciendo y blasfemando  exhaustos con tanta carrera. Por fin, en el enésimo intento, el motor arrancó alegremente, como si nada hubiera pasado. Entro al auto apurado antes de que fuera a detenerse el motor, y lo veo a José descostillándose de risa y repitiendo: “Si se enteran los gauchos, me matan”.

La cosa fue que casi lo mato yo. El viejo 12 no arrancaba, porque José se había olvidado de ponerlo en contacto.

por Juan Ferrari

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